Antes de comenzar a escribir este artículo, me pregunté cuál era mi relación con las redes sociales. ¿Me consideraba esclavo del teléfono celular? ¿Sentía que tenía la autonomía suficiente como para decidir cuándo y cómo usar las redes? ¿Reconocía el poder que tienen las empresas dueñas de internet (no es una exageración decir que las empresas titulares de las redes sociales más importantes son, virtualmente, las “dueñas de internet”)? ¿Puedo decir lo que quiero o sólo digo lo que me permiten decir, o lo que me obligan a decir?
A medida que agregaba interrogantes, lo que pretendía ser un artículo sobre la libertad de expresión en las redes sociales mutó a una suerte de psicoanálisis (mal instrumentado y con riesgo de ser acusado de ejercicio ilegal de la profesión) de sus usuarios.
Dos hechos paradigmáticos
El 17 de agosto de 2016, un joven de 19 años llamado Nicolás Lucero publicaba un “tuit” que decía “Macri te vamos a matar, no te va a salvar ni la Federal (12)”, una versión libre de un popular cantito futbolero. Un año después, era acusado de “intimidación pública” contra la figura presidencial.
El 8 de enero de 2021, Twitter anunciaba oficialmente la inhabilitación permanente de la cuenta del entonces presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, debido al “riesgo de una mayor incitación a la violencia” en los días en que el Capitolio era ocupado por simpatizantes del presidente republicano.
Estos dos casos, tomados de lo que podría denominarse “extremos” del poder, tienen un denominador común, y es la injerencia que tiene la red social del pajarito en sus (nuestras) vidas.
El alcance de las leyes
Un informe preparado por la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA señala que la libertad de expresión, “incluso cuando se ejerce a través de Internet, no constituye un derecho ilimitado y puede ser objeto de ciertas restricciones que deberán definirse con precisión”. Esas precisiones no aparecen, sin embargo, en la legislación argentina. A juicio de María Emma Clementi, “En nuestra legislación existe muy poca regulación sobre la libertad de expresión en internet, la mayor parte de la doctrina proviene de la jurisprudencia”.
En el caso de Nicolás, como en otros tantos casos de esta y otras redes sociales, Twitter puede brindar a las autoridades información de la actividad del usuario (IP, mail asociado a la cuenta, etcétera) para que aquellas puedan utilizarlas en la investigación pertinente. Pero su función es la de “revisor” de la actividad, para evaluar la oportunidad o no de brindar esa información.
Sin embargo, en el caso Trump, la red social decidió arbitrariamente, de forma unilateral y casi autoritaria, el Destino Final (valga aquí la referencia a la serie de películas homónimas) de la cuenta de Donald Trump.
Pero como siempre hay un pero, aun en el caso del joven argentino, la empresa “revisa la cuenta o los Tweets denunciados para determinar si el requerimiento intenta restringir o silenciar la libertad de expresión”, entre otros detalles, antes de brindar la información solicitada, según explica en su página de “Preguntas frecuentes…”.
Dicho de otro modo, cualquiera sea la circunstancia, Twitter se reserva el derecho por sobre la legislación local. En el comunicado de la empresa en ocasión del bloqueo a Trump, va más allá, al afirmar que “estas cuentas no están completamente por encima de nuestras reglas” (las de Twitter).
Experimentos sociales a escala planetaria
Motivos sobran para que la periodista y docente universitaria Mariana Moyano describa a las redes sociales como “el experimento social más grande de la humanidad” en su libro «Trolls S.A.». El primer presidente de Facebook, Sean Parker, afirmó en 2017 que el experimento que iniciaron junto a Mark Zuckerberg debía lograr que las personas estuvieran dentro de la red por más tiempo. “Explotamos una vulnerabilidad en la psicología humana”, afirmó. Les dieron a los usuarios “algo así como un toquecito de dopamina cada tanto, porque a alguien le dio ‘me gusta’ o comentó una foto o una publicación o lo que sea, y eso hará que aportes más contenido, y eso hará que recibas más ‘me gusta’ o comentarios… es un circuito cerrado de retroalimentación de validación social».
Síndrome de Estocolmo, versión analógica
En Estocolmo, Suecia, en agosto de 1973, un atraco a un banco se frustra cuando llega la policía. Una de las rehenes, Kristin Ehnmark, durante la negociación para la liberación, llegó a decirle al Primer Ministro sueco: “Confío plenamente en Jan y el ladrón. No nos han hecho nada. Han sido muy amables. Lo que temo es que la policía ataque y nos mate”.
La víctima se pone del lado del victimario, “acepta que su captor es quien le da la vida, como lo hizo su madre”, definía el psiquiatra Frank Ochberg al Síndrome de Estocolmo. Así lo describe el psicoanalista Allan Wade para la BBC: “La idea psicoanalítica era que cuando la gente está abrumada por el miedo, inconscientemente regresa a una etapa infantil y se empieza a identificar con el agresor, pues es quien les da vida”.
Mi mamá me mima
Empresas como Facebook y Google, por nombrar sólo dos, “saben a qué hora nos despertamos y a qué hora nos dormimos. Saben por dónde caminamos, dónde preferimos tomar un transporte (y cuál elegimos). […] Probablemente sepan de nosotros cosas que nosotros ni siquiera sabemos”, ironiza Moyano.
¿Es entonces más poderosa una empresa que el propio presidente de los Estados Unidos? ¿Qué queda para los simples mortales como Nicolás? ¿No somos, acaso, modernos Kristin Ehnmark, rehenes de las redes sociales? Y, a su vez, ¿no actuamos como si nuestra vida dependiera de ellas? Pero, y aquí quizás lo más grave, ¿no ejercen las redes sociales algún tipo de violencia sobre nosotros, sobre nuestras vidas, sobre nuestras voluntades?
Saben qué comida preferimos, qué película nos gusta más, qué elegimos tomar en el desayuno, con quién salimos, a dónde vamos, casi como si nos hubieran dado la vida o, como decían en el barrio: “como si nos hubieran parido”.
Un maravilloso festín para Freud.
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